Sacrificio acepto, agradable a Dios. Filipenses 4:18

«Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia.»
Fil. 1:21.

Durante la guerra civil de los Estados Unidos ocurrió algo que vale la pena citar para ilustrar la verdad de que morir es vivir, y que perder la vida es salvarla. Cuando el yo se coloca en el altar del sacrificio para ser consumido por el fuego del amor, Dios es glorificado y hace bien a los hombres.

Ocurrió en Fredericksburg después de una sangrienta batalla. Cientos de soldados de la Unión yacían heridos en el campo de batalla. Durante la noche y al día siguiente el espacio fue barrido por la artillería de ambos ejércitos y nadie se atrevía a llevar ayuda a los heridos. Gritos agónicos que pedían agua llegaban desde donde yacían los heridos, pero la única respuesta que les llegaba era el rugir del cañón. Detrás de las trincheras, un valiente soldado del sur no pudo soportar más los gritos lastimeros. Su compasión alcanzó un nivel que superaba el amor por su propia vida.

General dijo Richard Kirkland a su comandante. «No puedo soportar esto. Esos pobres han estado rogando toda la noche y todo el día que se les lleve agua y no lo puedo soportar. Pido permiso para llevarles agua.»

El general le aseguró que en cuanto apareciera en el campo caería muerto instantáneamente, pero él le suplicó con tanto fervor que el oficial, admirado por su noble devoción a la humanidad, no pudo negarle el permiso. Aprovisionado de agua el valiente soldado saltó el muro y se lanzó en su diligencia, digna de Cristo. Desde ambas líneas de fuego ojos maravillados lo siguieron mientras se arrodillaba junto al sufriente más cercano. Le levantó suavemente la cabeza y puso la taza refrescante en sus labios calenturientos. Inmediatamente los soldado de la Unión comprendieron lo que el soldado de gris estaba haciendo por sus propios camaradas, y no dispararon. Durante una hora y media prosiguió su trabajo. Dio de beber a los sedientos, acomodó los miembros heridos de los soldados, con las casacas les armó almohadas para sus cabeza, los cubrió con frazadas y los cuidó con ternura tal como una madre lo haría con sus hijos. Mientras realizaba su ministerio angelical, la fusilería de la muerte permaneció callada.

Nuevamente debemos admirar el heroísmo que hizo que este soldado de gris se olvidara completamente de sí para realizar un acto de misericordia en favor de sus enemigos. Hay un esplendor mayor en cinco minutos de este tipo de abnegación que en toda una vida de interés y prosperidad centrada en si mismo. Hay algo característico de Cristo en esa acción. Junto a acciones de este tipo cuan pobres, miserables y mezquinas lucen las luchas egoístas, los intereses personales y las aventuras mas atrevidas! – J. R. Miller.

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